30/3/08

Padres en el banquillo

Los jueces comienzan a castigar a progenitores que, por dejadez, desgaste... faltan a su obligación de educar a sus hijos y delegan toda la responsabilidad en los centros escolares
La agresión se produjo en un cambio de clase. No hubo acoso previo. El chico 'débil', «el típico niño bueno, más bien cortado», contestó a algo que le dijo su agresor. Éste ya había tenido otros altercados en el colegio y esta vez fue expulsado por reaccionar al comentario con un puñetazo; le partió dos dientes al muchacho. «Es un chico normal, de un barrio cualquiera. Vivía con su madre y era algo mayor que su compañero, porque repetía curso», relata Rosario Camino. La letrada que ha defendido durante el proceso al menor agredido evita dar detalles.
Sucedió el 17 de noviembre de 2003, casi cinco años atrás, en el instituto sevillano de Castalla, que hoy ha cerrado sus aulas y luce reconvertido en centro de profesores. El fallo judicial emitido por la sección quinta de la Audiencia Provincial de Sevilla que ha trasladado al presente los hechos considera la del chaval una «conducta violenta y excesiva» y regaña a la madre del mismo -condenada a pagar 14.000 euros en concepto de daños morales y gastos de ortodoncia- con una «severidad» que incluso ha cogido de sorpresa a la abogada Camino.
«Laxitud» y «tolerancia»
Dice el juez que la «laxitud» y «tolerancia» con la que abordó la educación del muchacho acabaron marcando su conducta. El rapapolvo se expresa de esta manera: «Las tareas educativas correctoras ejercidas por los padres no han fructificado, bien por la laxitud a la hora de inculcarlas o bien por la tolerancia en corregir sus manifestaciones violentas». Con ánimo de defenderse, durante la vista oral, la mujer aludió a la responsabilidad de vigilancia de los profesores en el aula.
Pero la sentencia viene a decir que la agresividad de un menor no sólo le compete a él mismo o al centro escolar al que acuda, sino que tratar de paliarla o evitarla es responsabilidad directa de sus progenitores. Y vuelve a poner en el centro de todas las atenciones un debate latente que aparece y desaparece como el Guadiana. Por dejadez, irresponsabilidad o desgaste, ¿hay padres que faltan a su obligación de procurar la educación de sus hijos? ¿Delegan en exceso esa responsabilidad en los centros de enseñanza?
Hay quienes, como Valentín Martínez-Otero, doctor en Psicología y Pedagogía de la Universidad Complutense de Madrid, lo tienen claro: «La familia es la escuela de la vida y los padres, educadores naturales. En el hogar el niño viene al mundo, crece, madura, se hace humano, recibe lo que necesita para la forja de la personalidad y es querido por lo que verdaderamente es.
Las relaciones estrictamente personales que se establecen entre padres e hijos constituyen la fuente principal de la que emanan los aprendizajes emocionales, sociales y morales. La escuela, por su parte, debe colaborar con la familia, sin usurpar sus funciones».
Emilio Calatayud, juez granadino famoso por sus sentencias llamativas a menores conflictivos, recuerda su infancia, transcurrida en un colegio con fama de correccional, muy distinta a la de los jóvenes de hoy en día, y aquí reside, cree, el meollo de la cuestión. «Estamos ante chavales que lo tienen todo. Yo creo que hay que recuperar los principios de autoridad, paterna y de la escuela, pero sobre todo de los padres. No hemos sabido poner límites a nuestros hijos, es la ley del péndulo, nos hemos pasado de un extremo al otro. La próxima generación estará más preparada para educar con cierta autoridad y, al mismo tiempo, con flexibilidad».
Lecciones que aprender hay para todos. Una de las más olvidadas la dicta el artículo 155 del Código Civil, que habla de que los hijos tienen el deber de obedecer y respetar a sus padres, y de contribuir con las cargas familiares. Otra, la que dice que los padres son responsables «civilmente y de forma solidaria» de las consecuencias -también las económicas- que deriven de los actos de sus hijos. Calatayud ha sentado en varias ocasiones en el banquillo a chavales que grababan palizas a otros chicos en sus teléfonos móviles.
El año pasado empezó a sentar a sus padres con ellos. Era el modo de «advertirles» de que deben ser «conscientes del peligro que existe cuando regalan a sus hijos una tecnología innecesaria y susceptible de ser usada de forma delictiva». «¿Les educaron para que dieran el tratamiento correcto a este teléfono?», les plantea.
Es evidente que no. «Es importante que los padres sepan que las actuaciones de sus hijos no son impunes, que su hijo no va a pagar, pero que ellos como tutores legales sí», explica. Rodrigo, profesor y padre de un chaval de 13 años, no se ha visto en una de éstas, aunque admite sentirse «desorientado» por momentos, como tantos progenitores. «La verdad, he tenido suerte. Mi hijo jamás me ha dado un problema. Ahora empieza a descubrir la vida, las chicas... Y ha bajado su rendimiento escolar. Le he prohibido todo menos respirar. Los resultados están siendo fulminantes para bien. ¿He hecho bien? ¿He hecho mal? ¿Condicionará eso su futuro? ¿De qué manera? No sé. Es tan difícil acertar... ¿Cuál es el éxito que esperamos de nuestros hijos? ¿Tenemos todos el listón de la exigencia a la misma altura?», se pregunta día sí día también.
Como maestro, Rodrigo observa que «existen muchas familias que no socializan a sus hijos, con lo que es muy difícil educarlos en la escuela. Vinimos a ser maestros, no a ser controladores de malas conductas, que es a lo que se reduce nuestra labor muchas veces», lamenta.
«Pocas facilidades»
«Nuestra sociedad no proporciona muchas facilidades para que los padres eduquen a sus hijos. Los padres de hoy conviven con factores que dificultan su función educativa, como la falta de tiempo, la adecuación de horarios, la capacidad profesional que exige un continuo reciclaje y el incremento del número de separaciones, que trasluce que cada vez más parejas no se llevan bien», resuelve Javier Urra, presidente de la Red Europea de Defensores del Menor.
Durante tres años trabajó con jóvenes conflictivos en el centro piloto nacional de reforma de Cuenca y desde entonces desarrolla su labor en la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia y en los Juzgados de Menores de Madrid, donde aún no se acostumbra a escuchar testimonios como éste, que un joven de 15 años dirigía a su profesor, director a su vez de un centro educativo: «Usted está aquí porque mis padres le pagan». O el de padres que tienden a justificar y amparar los comportamientos de sus hijos, como éste de una madre con un hijo acusado de agredir sexualmente a una joven: «¿No se le está dando demasiada trascendencia a todo?». También ha oído decir a algún que otro joven que, de mayor no quiere ser padre porque «¿es tan difícil!». El susto se le mete en el cuerpo cuando se enfrenta a «niños tirano», «especímenes de déspota» que se las apañan para hacer sentir culpables a los padres mediante comparaciones con otros niños o constantes quejas de no ser queridos lo suficiente. Un problema que va en progresión. Las fiscalías de menores de España recogieron el año pasado 8.000 denuncias de padres a hijos por hechos tipificados como delitos o faltas.
Esta semana salía a la luz la desesperación de una familia: unos abuelos onubenses piden a la Junta de Andalucía ayuda para educar a su nieto, de diez años, que les roba, insulta y agrede. No controlan al chico y temen que vaya por el camino equivocado. «El niño sin disciplinar resulta ser una bestia áspera, astuta y la más insolente de todas». Lo dijo Platón. Es algo que no han cambiado los tiempos.
Publicado en www.ideal.es

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